Sintió que había un lamento desesperado, un pedido detrás de esa melancólica canción. Le extrañó; nunca antes lo había notado…
Entonces fue. Fue porque sintió que algo la llamaba, algo que debía hacer.
La fiesta era un tanto alocada por las groupies que gritaban y reían por cualquier idiotez. Algunos conversaban tranquilamente en la barra. Frente a la barra, en un sillón estaba sentado el protagonista de la noche. Destruido. No, no era eso, simplemente se notaba que estaba en otro lado, pensando en alguna otra cosa…
Rodeado de personas que apenas conocía que le hablaban entusiasmados y reían junto con las chicas que enjaulaban al músico observándolo lascivamente. Él asentía, “mhm”, tomaba, pero pensaba en otra cosa. O no pensaba. Y luego la vio.
Sentada en la barra, sorbiendo un poco de alcohol, mirando sin reparar en nadie, altanera, consciente de su seductora figura, de esas piernas kilométricas y de esa aura misteriosa que la destacaba. Había cierto aire de fineza en todo lo que hacía, aunque uno podía imaginarla tranquila, leyendo un libro en una plaza. Quizás era eso, muy natural. La falta de brillantina y rouge no la opacaban, al contrario, deslumbraba con su propio brillo, tan natural, tan simple como aquel vestido negro que lucía. Entonces lo vio.
Allí, entre gente que no se daba cuenta que no estaba escuchando ni sintiendo aquellos roces femeninos que pretendían retenerlo, estaba él. La camisa entreabierta, arrojado en el sillón esperando que éste lo tragase. Tomando sin saber por qué, escuchando murmullos que no pretendía entender. Despeinado de tantas caricias, de tantos saltos y rock. Allí, su cuerpo permanecía inmóvil, quizás ni fuerzas tenía. No quería estar allí. Escapando con los ojos, llegó allí a los ojos de aquella muchacha. Sabía que ella sí. Que ella sí entendía. Había algo que ambos comprendían.
“Sacame” sintió que la llamaba. Algo dentro de ella sintió pena y comprendió que para eso había ido. Se paró y caminó entre los pares de ojos que la seguían. Pidió que se lo presentaran. Simulando tener el mismo interés que todas, llegó hasta su trono, hasta el centro de atención. Simulando tener el mismo interés que los hombres presentes se la llevó hacia un rincón, hacia donde comprendieran que deseaban estar solos. El baño y más allá, la salida.
Simulando tener el mismo interés que todos pensaban que ellos tenían, el guardia lo dejó salir, felicitándolo con un giño.
No habían siquiera hablado, pero ambos sabían. Él necesitaba decir algo. “Gracias” espetó con un poco de vergüenza y ella sólo sonrió. Tampoco sabía que decir. Ya no era más aquella mujer seductora. De repente era ella. Esa chica que podía estar leyendo un libro sentada en un banco frío de plaza, sola, como todas las mañanas, pensando en alguien que cree que existe para ella, escuchando música en el living de su casa, disfrutando de aquel músico que parecía contener la misma melancolía que ella. De aquel que hacía recitales alocados y su música gustaba a muchos, de aquél que tenía favoritismos por las bufandas, según notó, no por las producciones fotográficas, sino por las fotos de paparazzi que lo encontraban siempre en algún bar, siempre uno diferente, quizás intentando no ser encontrado, con aquella mirada cansada de tanta atención. Aquel, que siempre tenía el pelo alborotado, aquel que caminaba a su lado cabizbajo, pero complacido.
El silencio no era incómodo, era mutuo. Ambos sabían, y quizás intuían que el otro también sabía. Pero no lograban estar seguros. Que en aquel escenario, cuando la descubrió entre la multitud, se sintió feliz porque intuía que ella realmente estaba escuchando algo más que la música. Que ella en el fondo sabía que algún día pasaría. Que cuando subió al escenario, la canción era realmente para ella, no era mera actuación, algo entre los dos estaba pasando.
Que la fiesta era sólo una excusa. Que él la llamó, inconsciente y ella fue ¿Por qué sería coincidencia?
Se miraron. Le tomo la mano y le dijo un “De verdad, gracias” muy agradecido y tierno. Un gracias que salía desde el fondo del alma confundida. Que habría sido un grito, que podía convertirse en un abrazo, pero el temor de ser extraños lo detenía. Sin embargo ella, que entendía, porque muchas veces se lo había preguntado mientras miraba su imagen en la web, o en la calle, o en la televisión… Ella también se había preguntado si estaba disfrutando, si estaba haciendo bien. Entonces rozó su mejilla como siempre había soñado, con un poco de miedo, porque aún eran extraños. No pudieron retenerse más y el abrazo esperado se cumplió. Ambos se sentían bien. Que parecían amigos tan cercanos, era como un final feliz. Absurdo, pero feliz, allí, dentro de ese abrazo que era un gracias mutuo, un “no estamos solos”, un símbolo de amistad, de comprensión, de compasión.
Que todos a veces queremos un abrazo, y ellos se necesitaban en ese abrazo. Que ambos extraños no necesitaban explicarse nada. Era como comenzar de nuevo, como una oportunidad.
Y el sol comenzó a salir, inaugurando su nuevo día en este espacio del universo. Y el abrazo no quería terminar. Porque sin mirarse era más fácil. Pero no, mirarse era inevitable. Encontrarse en los ojos del otro y entender que sentían lo mismo. Que no querían unirse en una noche. Que había algo que comenzaba como una amistad de dos niños. Que era eso, necesitaban simplemente estar juntos, que cuando necesitasen un abrazo de verdad estarían allí, para consolarse ambos. Porque ambos se comprendían como nadie más lo podría hacer. No, no lo sabían, simplemente lo sentían así.
Llegaba la hora de la despedida, porque el tiempo seguía y ambos no tenían el valor de abandonar sus rutinas. Las palabras no habían casi existido en aquella conversación tan emotiva. Ambos se sentían extraños porque no era algo muy casual. Pero no había, nada que decir. No se necesitaba más que el lenguaje de aquellos ojos, de esas miradas que se querían y se entendían. Era increíble el poder de aquello. Y como aquello era de ambos, no tenían miedo de decir nada. No tenían miedo de ese silencio que ambos elegían. Pero necesitaban saber que lo que habían sentido era real, porque los humanos somos así, necesitamos más que la simple intuición animal. Entonces se dijeron sus nombres, quizás también hubo alguna confesión de todo ello, de lo que sintieron en aquella experiencia nueva.
Él la acompañó hasta la casa, que se las arreglaría solo para volver, tarde o temprano se enterarían que no había ido a la cama del hotel y muy pronto lo llamarían. Le importaba poco lo que pasase, si lo regañaran por una imprudente actitud, o le preguntasen qué tal había estado la noche con aquella excitante muchacha. Ni siquiera pensaba hablar sobre el tema, nadie entendería cuán maravilloso había sido todo aquello que, acababa de descubrir, era lo que tanto deseaba: un verdadero abrazo de alguien que realmente lo quería. De alguien que él llamó con un grito del alma y aunque no sabía quién, el día anterior supo que se encontrarían.